No supo si fue el reflejo del sol en su cabello, la manera en que sostenía el libro entre las manos o la forma en que, sin mirarlo directamente, parecía haberlo estado esperando toda la vida.
Ella estaba sentada en el banco azul del parque, ese que siempre estaba vacío. Él solo pasaba por ahí camino al trabajo, tarde como siempre, con los audífonos puestos y la mente perdida en cosas urgentes y sin alma. Pero entonces la vio.
Y algo, como una ráfaga sin permiso, lo atravesó.
No fue deseo. No fue fantasía. Fue una certeza.
Una palabra sin voz que le susurró: ahí estás.
Ella levantó la mirada por un segundo. Sus ojos se encontraron y ninguno de los dos pestañeó. No sonrieron. No saludaron. Solo se miraron, como si el mundo, por primera vez, tuviera sentido.
Fue un segundo. Uno solo.
Pero bastó para que todo cambiara.
El tiempo, ese dictador de relojes y agendas, se volvió blando.
El aire tenía perfume.
El pecho, tambor.
No hablaron ese día. Ni al siguiente. Pero volvieron a encontrarse. Y cada vez que sus ojos se cruzaban, sabían lo mismo: que ese instante en el parque ya era inmortal.
Y que el amor, a veces, no llega caminando.
Llega de golpe.
Como una luz que ya estaba encendida
desde antes de nacer.
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