Nadie supo por qué Elías decidió volver a pie. Desde el norte del continente, más de mil kilómetros lo separaban de su casa. Algunos dijeron que había perdido el tren, otros que había perdido algo más profundo, algo que solo podía encontrarse con los pies sobre la tierra y el alma abierta.
El primer día no llevó nada más que una mochila liviana, un poco de agua, un cuaderno en blanco y una llave: la de su casa, que había cerrado hacía tantos años.
Al tercer día de andar, los pies llenos de polvo, se cruzó con una anciana sentada bajo un árbol. Tenía los ojos grises como la ceniza, y en sus manos, un pañuelo bordado. Sin pedirlo, ella se lo dio.
—Para las lágrimas que todavía no sabés que vas a llorar —dijo, y Elías se lo guardó en el pecho.
Más adelante, en un cruce desierto, encontró a un niño que construía un molino de viento con palitos y bolsas viejas. Jugaban el viento y él, como si la vida no doliera. Cuando Elías se detuvo a observar, el niño le ofreció una de sus aspas.
—Para que el viento también te empuje a vos —le dijo con una sonrisa. La guardó como se guarda un secreto hermoso.
A los quinientos kilómetros, sus rodillas ya eran dos campanas de dolor. En una aldea remota, un herrero le ofreció descanso y un cuenco de sopa.
—No te voy a dar zapatos ni bastón —dijo mientras le servía—. Pero sí esta piedra.
Era una piedra pequeña, lisa, que cabía en la palma de la mano.
—¿Y para qué me sirve?
—Para recordar que hasta lo más duro se pule con el tiempo —respondió, sin levantar la vista del fuego.
Elías siguió.
Caminó bajo tormentas que le arrancaron la piel del alma, durmió en estaciones abandonadas, se alimentó con frutas robadas a los árboles y palabras robadas al silencio.
En una ciudad polvorienta, lo detuvo un hombre que vendía espejos rotos.
—No tengo cambio, no tengo prisa, y no busco reflejarme —dijo Elías.
—Por eso mismo —respondió el hombre—. Llevate este pedazo.
Era un trozo curvado, inútil para mirarse, pero capaz de reflejar la luz de formas extrañas.
—Para que veas lo que no mirás —le susurró el vendedor al oído.
A los novecientos kilómetros, su cuaderno ya estaba lleno de nombres que no conocía, fragmentos de canciones que había olvidado y dibujos hechos con manos temblorosas en madrugadas frías. Lo llevaba en el pecho, como quien carga un corazón prestado.
Una noche sin luna, en un bosque oscuro, se encontró con una mujer que caminaba sola, en dirección contraria. Se detuvieron, sin hablar. Ella le ofreció una flor que no olía, que no brillaba, que casi no se veía.
—Es la flor del silencio —dijo—. Solo florece cuando no necesitás explicar nada.
Elías no preguntó. La guardó junto al pañuelo, la piedra y el molino.
Casi llegando, el último tramo le pareció el más pesado. No por las piernas, sino porque sentía que algo se le iba a escapar. Como si esa travesía fuera más casa que la que lo esperaba. Temía entrar y no encontrar lugar para todo lo que ahora era.
Pero llegó.
Cuando puso la llave en la cerradura, la puerta crujió como si también esperara.
La casa estaba vacía, pero no por mucho.
Desplegó el pañuelo en la mesa, colgó el molino junto a la ventana, puso la piedra en la repisa, el espejo en la esquina donde entra la luz del atardecer. El cuaderno lo dejó abierto, la flor en un vaso con nada.
Y entonces pasó algo.
La casa —aquella casa gris y apagada que lo había visto partir hacía tanto— comenzó a llenarse de luz. No una luz eléctrica, ni solar. Una luz que venía desde adentro. De cada objeto, de cada gesto, de cada recuerdo encarnado en aquello que otros le habían dado.
Las paredes ya no eran frías. Las ventanas no eran límites, sino puentes.
Elías se sentó. No dijo nada.
Y por primera vez, desde que se había ido, supo que había llegado.
Flavio Uriel Ayalon
Jerusalem
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