Al pisar Jerusalén, sintió que el aire pesaba distinto. No era solo el calor seco de junio, era algo más denso, como si cada piedra guardara una historia que quería ser contada.
Ella venía sola, con una maleta ligera y el corazón lleno de preguntas. Había leído mucho, visto documentales, escuchado relatos de otros, pero nada la preparó para la mezcla de voces, idiomas, rezos y silencios que la envolvieron al cruzar la Puerta de Jaffa.
Se perdió sin miedo por las callejuelas del barrio judío, compró fresas en un pequeño puesto cerca del Cardo y lloró, sin saber por qué, al ver el Muro al atardecer. Subió al Monte de los Olivos y desde allí entendió algo sin palabras: que hay ciudades que no se visitan, se viven, aunque sea solo por unos días.
Jerusalén no le pidió nada, pero le dio una certeza: en algún lugar entre el oro de las cúpulas, la aspereza de las piedras y el murmullo eterno de la fe, su alma había encontrado una grieta por donde respirar distinto.
Y en ese respiro, sin esperarlo, se enamoró.
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